ALLEN EL TURISTA ACCIDENTAL

Woody Allen se defendía esta mañana en la rueda de prensa de presentación de "Vicky Cristina Barcelona" en la ciudad del título, del tópico. No tiene porqué hacerlo. Tiene setenta y tres años y puede hacer lo que le de la gana, incluído el cabrear al tópico catalán. Aunque produzca Mediapro. Sus detractores, que son muchos y a veces hacen ruido, probablemente se cebarán con ella. Le achacarán su itinerario de agencia de viajes, sus encuadres de postal y su subvencionada extravagancia. Pero la verdad es que a Allen no le cuesta recorrer las calles de Barcelona. Lo hace con la soltura del que sabe que va a volver a casa y que, como le ocurre a Vicky, la protagonista de su película, sabe que esto solo es un paréntesis. Luego, todo volverá a la normalidad. Allen a trabajar en su nueva película en Nueva York, Vicky y Cristina, a la vida que les espera.

Barcelona es la excusa, el marco o la metáfora, cada uno puede definirlo como quiera, que Allen utiliza como imposible de un ideal romántico que en cierto modo ha perseguido toda su filmografía. La posibilidad de abandonarlo todo y comenzar de nuevo. Escapar de la casa con jardín y los interioristas, los partidos de golf, las alfombras persas, las barbacoas los fines de semana y el bridge. Quizás por todo eso, "Vicky Cristina Barcelona" deja un poso menos dulce de lo que se pudiera esperar de una comedia. Tiene momentos brillantes, destellos de malsana ironía y por momentos, destila un cruento humor negro cada vez que indaga en la personalidad del artista, sus influencias y su trascendencia. Es al final, sin embargo, cuando el imposible dramático se materializa en la profunda, amarga, mirada de Vicky, camino del aeropuerto, de vuelta a casa. Barcelona queda atrás como esa oportunidad perdida, ese recuerdo al que acudirás el resto de tu vida, ese "... y si" cuya respuesta nuna podrás conocer.

Woody Allen rueda con soltura, beneficiado por la luz de Javier Aguirresarobe y una ligera selección musical. Se beneficia también de la voluptuosidad de paleta de Scarlett Johansson y la fogosidad almodovariana de Penélope Cruz. Allen se deja impresionar por la Barcelona monumental con facilidad y reincide sin escrúpulos en el tópico de la guitarra española y el macho ibérico, elementos que utiliza de forma consciente para describir el ideal romántico y exótico de sus protagonistas. Consciente de ello, convierte la impostura y su disimulada intrascendencia en una suerte de cuento moral de verano, inspirado en el espíritu de Eric Rohmer, contemporáneo de Allen y espejo europeo donde éste se mira sin disimulo. Aunque nunca deje de ser un judío de Nueva York que observa con rareza y fascinación, y con la certeza de su billete de vuelta, el mundo.

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