Quince Años Después

Hace mas o menos diez meses, descubrimos con sorpresa que el calentador de casa funcionaba a pilas. Fue todo un hallazgo. Las pilas son de esas cosas que siempre faltan en una casa: cuando en la noche de reyes abres tsu regalos favoritos siempre le faltan las pilas, cuando al mando a distancia del televisor se le agota la pila nunca encuentras la otra que venía en el paquete y que guardaste en un lugar bien seguro (y tan seguro), cuando el reloj de la cocina se para, siempre terminas buscando la pila gastada del mando y así, de este patético modo vas subsistiendo hasta que un día se rompe el calentador y no tienes por más que salir a comprar pilas nuevas (probablemente la compra mas absurda de todas las compras). Creo que a propósito de esto de las pilas existe un brillante monólogo de El Club de la Comedia, aunque no recuerdo su autor. Bueno, da lo mismo. El caso es que hoy, volviendo del trabajo en el cine, me he encontrado tirado a los pies de uno de esos contenedores modernos de basura, un objeto que me ha llamado la atención. Me he acercado y descubierto que se trataba de una bolsa llena de juguetes. Había una pequeña jirafa de trapo con manchas blancas y marrones, dos o tres arañas mecánicas de aspecto desagradable, soldados de plástico, piezas sueltas y un robot de color negro y accesorios plateados con los brazos en alto. El robot, de tamaño considerable ha captado inmediatamente mi atención. Es uno de esos robots de hojalata, mecanizados, lentos y con luces intermitentes (que probablemente fueran retirados por provocar espasmos en los niños, como en aquel delirante episodio de Los Simpson en Japón). El caso es que no he podido resistirme; lo he cogido y lo he guardo en la bolsa, sin importarme que la gente que paseaba por el parque clavara sus miradas en mí con incomprensión y por qué no decirlo, algo de miedo (mi barba de seis días algo tendrá que ver). Luego al llegar a casa, he rastreado en un cajón a sabiendas y he descubierto las pilas que mi hermano compró para el calentador y que resultaron no ser del tamaño apropiado (siempre pasa), pero que encajaban perfectamente en la espalda de mi nuevo robot de juguete. En cuento se las he puesto y le he dado al ON, ha comenzado un lento y ruidoso andar y de repente, ha abierto su pecho en dos y ha empezado a dispar en todo un alarde de luces y sonidos. Mi madre se ha llevado un susto de muerte, la verdad. Viéndolo tirado en aquel contenedor, pienso en cuánto lo echará de menos el niño que lo ha tirado hoy dentro de diez, quince, veinte o treinta años. Algo sucedido me ocurrió ayer cuando, después del trabajo me pasé por el antiguo Teatro Cervantes, reconvertido en cine de repertorio y escenario de teatro infantil, y descubrí a Miguel y a Pepillo tirando a dos enormes contenedores, los afiches de películas que durante casi treinta años se han ido proyectando en el Cervantes y que Manolo había olvidado en lo mas alto del teatro. Cientos y cientos de afiches, desde 1979, amontonados, escaleras abajo, cargados de polvo, arañas y cosas peores. Ún sin fín de títulos, recuerdos y momentos que inmediatamente serían triturados por los novísimos camiones de la basura que deslumbran a toda la ciudad. Yo, en un último intento por rescatar algo de todo ese desastre arranqué el primer afiche que pillé, pero resultó ser de una película mediocre y lo arrojé, decepcionando ante el fracaso de mi operación de rescate, en el enorme montón. Algo mas calmado revisé por encima los más recientes y me guardé uno para mí.

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